El Cristianismo surge en Palestina, región oriental del Imperio
Romano, en torno a Jesús de Nazaret, cuyo nacimiento sitúan los evangelistas durante el reinado de Augusto, y su muerte, en el de Tiberio.
El panorama religioso del Imperio romano estaba presidido en este momento por el culto al emperador, que se impone como elemento unificador de un Estado tan amplio y soporte básico del régimen político. Pero este culto oficial no pasa de la mera aceptación convencional de los ciudadanos. La religiosidad del pueblo abarca distintas tendencias, desde el sincretismo que inundaba la vida diaria de oraciones, ofrendas y consultas de oráculos, pasando por el profundo escepticismo, un espíritu crítico que negaba los dioses entre miembros de las clases altas y formadas, hasta los cultos mistéricos traídos de Oriente, que se difundieron extraordinariamente entre las clases más modestas.
El cristianismo, como doctrina, poseía todo lo que favorecía el éxito de estos cultos orientales: el poder de emoción que se desprendía de la muerte y resurrección de Cristo; una enseñanza moral; la promesa de salvación de los justos; ceremonias que actuaban sobre la sensibilidad de los fieles; se ofrecía a todos, incluidos mujeres y niños; sin iniciación complicada, con un dogma sencillo para los humildes y propio, sin embargo, para satisfacer también las más elevadas aspiraciones intelectuales. Por lo tanto, predicaba una idea de redención y vida eterna, libertad, igualdad, esperanza, que suponía una oposición a las bases políticas, económicas y religiosas de la época, y en definitiva a la forma de vida romana: divinización de la institución imperial; valoraba el trabajo al considerar que dignificaba al hombre y no es, como en la Antigüedad
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